Un ángel gordo y harapiento, de esos ángeles que no paran un instante de transformarse en un perro para mearnos las plantas o para después lamernos. Esos ángeles cuadrúpedos, que no cesan de convertirse en cucarachas, con el único propósito de caminar sobre la torta de cumpleaños en medio del festejo. Un ángel feo, lengua color aceituna, bigotes gruesos, alma de basurero, presencia viscosa, algo así como un incansable perseguidor de cuanta mosca verde se apoye en el desván o el vertedero, para comerlas como si fuesen manjares, y después encorvarse buscando la posición precisa para tirarse un pedo.
Llegó a mí, un día de octubre, allá por noviembre, que digo noviembre, fue en el mes de febrero. Se asió a mi voz de alcantarilla, por su alma de pordiosero. Desde ese día nos escupimos la cara, nos tiramos ungüento, nos maltratamos, hicimos todo aquello que no debe hacerse con el solo fin y objetivo de querernos. Claro que en el fondo ni él ni yo somos buenos. No merecemos respeto, ni admiración y muchos menos estampitas. En los libros sagrados hubo algún error tipográfico. Todo lo que se torna universal obtiene ese mismo veneno. De esto habla el aire, por ejemplo. La cosa verdadera es que: No existen los ángeles buenos.
Existen sí, esos bebitos de culo rosado que ni saben volar, detectar el amor y mucho menos salvar a alguien, o deducir las inclemencias del tiempo o anunciar una catástrofe o ganar un sorteo.
Los ángeles, los verdaderos ángeles, somos todos feos.
