Por Martu Lasso

El hijo está frente a una ola del mar en la costa ecuatoriana. Punta Barandua, península de Santa Elena, septiembre de 2015. Últimos años de infancia, estertores, despedida de los juegos con cohetes imaginarios y superpoderes para salvar al mundo de las fuerzas del mal.
Tres pelícanos vuelan a lo lejos, detrás de la ola que se aproxima. Él mira atento hacia el inminente horizonte. Hay una onda expansiva que lo circunda, ¿lo abraza? ¿lo protege?
La luz es abrigada, sus omóplatos como alas visibles dispuestas al vuelo.
Último cumpleaños con ambos padres bajo un mismo techo. Última vuelta al sol con la seguridad de una familia que camina hacia un lugar desconocido pero avanza unida de todos modos. Sostenida, quizás, por el modesto placer de los pequeños rituales cotidianos. Pasar horas en pijama, una media de un color, otra de otro. Modorra, desorden, lecturas de cuentos de monstruos y ratones. Fortalezas de sábanas sucias en la mesa del comedor.
No hay mayor intimidad que la del desorden compartido, la del caos cómodo.
Último viaje a la playa de los cuatro juntos. De regreso a Guayaquil en el cielo un eclipse lunar rojo. Detenidos a un lado de la carretera para contemplar el espectáculo, todos intuyen que se trata del dramático cierre de una vida compartida en Quito, Seattle, Vancouver, Tumbaco y Guayaquil y que pronto mutará radicalmente.
El niño mira la ola, parece estar calmo, el mar tan solo un poco agitado. La calidez del sol aliviando la inmensidad melancólica del pacífico. El niño está suspendido, congelado, en el instante previo al reventar de la ola.
La ola, sin embargo (eso lo sabemos ahora), revienta. Arrasa con furia con casi todo lo que encuentra. Él niño logra atraversarla con el cuerpo, pero al salir a la superficie, ya es otro. La ola inflama el corazón para que pueda desbordarse, sacarlo todo, vaciarse para poder construir nuevos caminos. Ningún horizonte fue nunca más incierto.
Las tensiones de sus padres se agudizan por un rato, pero poco a poco se tornan lejanas, ya no se dejan sentir tanto, ya no están presentes en el tono de voz con el que se hablan.
La distancia organiza los cuerpos de otro modo. Unos por aquí, otros por allá. Nunca más viajan juntos al mar.
Desde entonces regresan a la costa mil veces en tríos o cuartetos diversos. Otros instrumentos se suman a la nueva cadencia.
Hoy el hijo tiene dieciséis, está de vuelta ahí con su madre y su hermana, también les acompañan su tía y algunos amigos. Ayer se bañó en ese mismo mar de Santa Elena. Las olas reventaron muchas veces. Ninguna pudo suspenderse en el tiempo como aquella de cuando él tenía once años.
2 respuestas
Aún mas maravilloso que cuando lo leí por primera vez. Un desgarro del alma en una narración. Bellísimo
Un nivel descriptivo emocional que me llevo a olas de transiciones, ultimas vacaciones de playa y familia. Y eso que te da la naturaleza de volverte siempre niño, despierta ese vértigo irracional consensuado vaya a saber con quien! Y nos quedamos hasta que revienta esa ola, nada mas lindo que averiguar que pasa si… Gracias por compartir.