Escritor, cineasta, actor, director, formador

Telomian Condié

Picture of por Sergio Mercurio

por Sergio Mercurio

Cuando las lomas no eran de ningún Juan Zamora, el aire se llamaba de otro modo, la laguna espejaba el paisaje y el hombre de esta tierra ignoraba hasta dónde y cuán brava sería la invasión que llegaba por el río. 

El camino del ombú que el indio había creado, y del que hoy apenas queda un rastro en esta vieja estación de Banfield, dibujaba la ruta que los caballos  no reyunos llevaban.

Cuando las lomas no eran de ningún Juan Zamora, el hombre de esta tierra había sabido admirar los flamencos, el derroche de pájaros y a su cacique, estirpe de su propia raza.

Telomián Condié era el hombre, dos piernas, dos brazos, un alma. El puma que merodeaba lejos del cacique enredaba su caza.

Cuando las lomas no eran de ningún terrateniente, el verde ignoraba la cal y el hierro y, a punta de flecha, estos hombres defendían la tierra que venían a usurparle. Los flamencos aletearon distinto y mancharon el atardecer cuando la guerra dio su primera estocada. Mil quinientos ochenta. Todo este verde imposible,  con buenos aires, se iba a llenar de gritos salvajes. El salvajismo del usurpador no conocía mesura, se sabía señalado por el hambre, por la ambición y por un Dios que distinguía razas. ¿Qué nombre tenía ese río antes de aquella guerra?, ¿qué nombre tenían esas aguas antes de llenarse de sangre?

Olvidamos el río, de tanta sangre, olvidamos la invasión de tantas invasiones. Y de tanto olvido, hicimos del más triste acontecimiento de estas tierras apenas una palabra española que lo dice todo, y hacemos de cuenta que no dice nada. La matanza, el río de la matanza. Lo decimos rápido y hasta ponemos en duda el origen de tan terrible palabra. Pero es eso lo que dice, dice muerte de un hombre, hace silencio y lo repite, porque matanza nunca será la muerte de muchos hombres, sino la muerte de un hombre infinitas veces. Es eso y nada más que eso, el río de la muerte. De la guerra del indio contra el usurpador.

¿Cuál río? No hay ríos aquí. ¿No están todos entubados? ¿La matanza? Entubemos la muerte entonces. La costumbre olvida de mala costumbre.

El primer enfrentamiento con los invasores llevó mucho tiempo; Garay, que venía de fundar por segunda vez Buenos Aires, quiso extender su España hasta estas tierras pero una flecha en un brazo cambió su argumento. ¡Ay, Garay! ¡Te moriste en un derrotero que solo recuerda el ombú! 

Después de muchas lunas, de mucha sangre, por fin los indios iban perdiendo, así lograron detener el caballo de Telomián y dominarlo. El español, incrédulo por la traición, no comprendía lo que sucedía: el animal que tan bien había funcionado en la conquista de México y Perú, en esta pampa, se daba mejor con el indigno. El indio montaba en pelo, domaba hablando y el caballo se domesticaba porque el animal entendía del indio su silencio. Un godo trató de bajar del equino al cacique y finalmente optó por acuchillar el caballo, para que el bravo desmontara. Cuando cayó al suelo, Telomián no pudo dejar solo a su compañero en su último encuentro. Le cerró los ojos mientras los godos tomaban las crines del hombre que miraba a su caballo muriendo. Lo aprisionaron, se aquietó el pueblo.

La misericordia del invasor necesitado de esclavos perdonó la vida del gentío, pero a su jefe lo conminó al exilio.

Tres años después, con grilletes en los pies está Telomián Condié en el Brasil. El imperio portugués es también inmenso y es de esa inmensidad que escapa. Con grilletes en los pies, sin ruta, guiado por estrellas, con la mirada afiebrada, camina el regreso a su tierra, a la que llega después de muchas lunas. Hombre nómade por excelencia, con la estirpe y el alma que le quedan, levanta a sus bravos, todo su pueblo pelea, ya no hay río que rebautizar pero hasta es posible que esta vez venza.

Un pájaro de mal agüero. Un gato montés traicionero. Derrotan al indio de nuevo. Aun así, Telomián, vencido, no pacta. ¿Existe otra manera de vivir? No en estas tierras donde el hombre sabe el horizonte, porque la pampa permite eso, subirse en las ancas de un reyuno, otear el horizonte tapando con la mano en visera el sol de primavera, acuclillarse, montar en pelo e inventar el viento. El indio de estas tierras sabía lo que era lejos, plantaba el ombú para guiarse en su territorio y no aceptaba el miedo o el embrujo del que venía caminando sucio y con armaduras brillantes. El hombre de estas tierras era nómade, su tierra era el llano, la inmensa pampa y esas leves lomas. Cuando Telomián vuelve a ser capturado, un lenguaraz guaraní intenta que el indio acepte la rendición pero es en vano. En una diatriba inmoral fuerzan a su hijo a rendirse. Dicen que acepta, que firma. Que se llama Diego. ¿Qué es firmar un papel para un indio que detiene un guanaco en carrera con dos piedras redondas y unos tientos, arriba de un caballo que corta el viento pampero?

En el atardecer que arde, vuelve Telomián a ser llevado prisionero a un lugar tan lejano como para que jamás regrese. El imperio portugués es lejano para un español pero el guaraní no es extraño para Telomián, son ellos quienes ayudan al cacique del sur en su nuevo escape.

Cuando las lomas no eran aún de Juan Zamora, Telomián Condié vuelve a regresar, viene hacia nosotros más guerrero que antes. La única solución, piensan los que siempre han ganado, es matarlo. Pero ya en esa época convenía no crear mártires, los pueblos se desbocan ante el asesinato de un líder. Hay que hacerlo desaparecer. Que nadie sepa nada. Hay que tener a la indiada tranquila, no sea cosa que algo nos vuelva a salir mal.

De esa miseria venimos y en miserias nos vamos quedando. 

Cuando las lomas no eran de ningún Juan Zamora, el cacique Telomián Condié, erguido sobre su postura, contemplaba el horizonte de su pueblo.

Cuando las lomas fueron por fin de Juan Zamora, empezamos a olvidarnos. Olvidamos nuestra historia clara, olvidamos la sangre en el río Matanza quizás porque aún hoy por sus aguas fluye otro tipo de matanza, le llamamos simplemente “Riachuelo”.  Olvidamos los pájaros, olvidamos los pumas y lentamente de nosotros mismos nos fuimos olvidando, pero el cacique que tres veces volvió a levantar a su pueblo sigue volviendo y debajo de este cemento donde la tierra desde un inmenso silencio calcula su eco, se adivina que todavía hoy viene regresando el hombre que amó esta tierra primero, Telomián Condié, su nombre

4 respuestas

  1. Las historias de quienes nos precedieron nos definen. Somos nuestra familia y saber hablar de ella es saber hablar de nosotros.
    Gracias, Sergio.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

Se agradece compartir

Escritura
Sergio Mercurio

Charly

Atravesó la puerta del salón con unos anteojos ni muy tradicionales ni muy novedosos. La nariz aguileña y los ojos azules. Encorvado, fruto de haber

Seguir leyendo »
espejo
poesía
Sergio Mercurio

El Espejo

“El espejo me copia” dijo Maxi, en sala de tres años, subió sus hombros eso cosquilleó sus orejas y ante la mirada serena de la

Seguir leyendo »