Por Alejandro Seta
Trabajaba en el horno de una panadería y me trajeron leña verde. La leña verde no prende así nomás, humea; entonces me trajeron un bidón de alconafta y me puse a rociar la leña con el bidón, sin darme cuenta de que en la puerta del horno habían quedado unas brasas encendidas. Yo siempre le daba de comer a un hombre que dormía en la vereda; nunca supe su nombre. De pelambre despareja, maloliente a orines, envuelto en una frazada tan maloliente como él, con la que andaba tanto en los terribles fríos de invierno como en los más calientes de pleno verano, vivía allí, en esa vereda. Todos se burlaban de él, lo echaban. Me decían: “No le des de comer, no ves que no te lo sacás más de encima”. Cuando las brasas encendieron el bidón con alconafta, supe lo que era quemarse vivo. Las llamas empezaron a comerme la ropa, la carne, el pelo, los huesos. Mis compañeros me gritaban: “¡No vayas afuera que es peor! ¡No te metas abajo de la canilla!”. Pero ninguno se acercaba. Más bien, huían de mí. Entonces, vino el hombre que dormía en la vereda, el sinnombre, el maloliente, y caminó hacia mí. Abrió los brazos, y con la frazada, como una capa salvadora, me abrazó. Y apagó el fuego. Cinco meses padecí una agonía infinita. Cuando me curé, lo primero que hice fue buscarlo en la puerta de la panadería. Pero nunca volví a tener noticias de él.