Escritor, cineasta, actor, director, formador

Blanca y Perfecto

por Sergio Mercurio

por Sergio Mercurio

Yo tuve una abuela blanca y un abuelo perfecto. Pero no eran mis abuelos ¿Qué debo decir para que no crean que miento? Es verdad. Fueron sus padres quienes les pusieron esos nombres. A ella la llamaron Blanca  y le inculcaron que buscara un hombre perfecto. Lo encontró. A él lo nombraron Perfecto y no es de extrañar que una mujer blanca le vendría al dedillo, es decir, le vendría perfecto. Se compraron la casa esquinera de Gallo con Quintana justo cuando el Barrio Nuevo nacía. Decidieron no poner árboles porque advirtieron que no iban a verlos crecer mucho tiempo, entre los dos pasaban los 120 años.    Ignoro con lo que Don Perfecto tuvo que lidiar en su vida para responder como se llamaba. En la época que los conocí los nombres les caían bien. La abuela Blanca tenía el pelo de su nombre y era nuestra vecina de la casa de al lado. Su marido tenía una panza que tapaba perfectamente su cinturón y era perfectamente distante de todos. La Abuela Blanca no. Entre los dos hicieron que tuviese seis abuelos. Los de Capdevilla 66, los de Ushuaia y los de al lado. Seis abuelos es desde algún punto de vista una infancia perfecta. Y Blanca también.

La casa de la Abuela Blanca se arrinconaba en la calle Gallo y Quintana, pero era en Quintana donde se excedía. La vereda era estrecha y a razón de no haber puesto árboles parecía un parque. A mis 7 años esa extensión de pasto era una explanada inmensa donde emboscar las mariposas que venían de lejos. A una hora en que el verano deja las madres enroscadas en la siesta, vivíamos en la vereda de ellos, porque todos los niños de Barrio Nuevo nos metíamos en la nube anarajanda. Durante el verano del 75 saltábamos de nuestras casas a cazar con las manos en cuenco, pero a medida que la turba crecía, algunas madres inventaron ciertos artilugios con un palo y un tejido que permitía cazar mariposas a destajo. Como la cantidad era inmensa y no había como guardarlas en los bolsillos sin que el color se les fuera, las manos se teñian de amarillo y naranja y con el tiempo se empezó a descubrir que había de las más variadas y de infinitos colores, empezaron entonces a traer frascos donde se las guardaba. Algunos habían ya encontrado pedazos de telgopor para pincharlas y exhibirlas. Una tarde la abuela Blanca abrió la puerta y nos trajo una jarra de jugo. Por entonces, el jugo TANG era un atributo al que no todos accedían, después perdió estirpe y se vulgarizó hasta que se reinventó como bebida saludable y logró posicionarse al lado de las gaseosas llamándose agua saborizada. La abuela Blanca nos hizo pasar a todos y además del jugo extendió sobre la mesa un dominó de galletitas Criollitas que hicieron de nuestra tarde: inolvidable. Nadie sabía que en realidad nos estaba conociéndo para lo que tenía preparado. La siguiente vez que nos obligó a pasar fue porque mi hermano se había trepado sobre Miguelito para cazar las mariposas que venían alto, se habían tropezado y el enano se había dado de cabeza contra el cordón de la vereda. Blanca vino a verlo. Mi hermano siempre tuvo una extraña característica, cuando se caía le salían chichones muy grandes, que iban creciendo de una manera volcánica hasta que técnicamente explotaban y desaparecían. Eso lo sabíamos en mi casa, pero casi nadie más. Blanca me preguntó si eso le pasaba seguido y yo le dije que eso le pasaba siempre, que no era para preocuparse. De hecho mi hermano había caído de un techo y nada. Un domingo, al mediodía, justo cuando los padres nos dejaban a la intemperie producto de la modorra del domingo vimos que el portón del garaje se abrió y salió un Jeep que manejaba con anteojos negros Don Perfecto. A su lado blanca y emperifollada estaba su mujer. Los ocho levantamos la vista al unísono y nos fuimos acercando para ver la máquina. Miguelito le preguntó si podíamos dar una vuelta.

“Suban todos al Jeep”.

En el año 75 como todo el mundo sabe, no se necesitaban normas de seguridad para viajar en un vehiculo con 8 niños. Nadie se ponía el cinturón salvo el abuelo Perfecto y era para que la panza no se le transforme en rodillas. La abuela Blanca me acarició el pelo y el Jeep arrancó a toda velocidad con rumbo desconocido. Solo paramos una vez, porque se había caído mi hermano. Se llenó de chichones que explotaron al rato y pasó lo mismo de siempre: nada. Vi entonces que Blanca se acercó al oído del viejo quien rapidamente asintió. A Blanca se le iluminaron los ojos y Don Perfecto por única vez en la vida rió. En media hora estábamos en el autódromo de Buenos Aires.

Hubo un tiempo donde el mundo de la ilegalidad no se limitaba a las farmaceúticas, las organizaciones humanitarias y el fútbol. En la época de oro de los hampones no había ningún político ni periodista envuelto, y cuesta no recordar a esos seres como aventureros . En el autódromo de Buenas Aires los domingos por la tarde había carreras de apuestas y una hora exclusiva para los Jeeps. La quinta largada contemplaba al Jeep de Don Perfecto. Había una persona que levantaba las apuestas, alguien en quien confiar, era una gorda rubia con una cruz muy grande en el pecho. Los jugadores apostaban fuerte contra mis abuelos desde que se anunció que iba a correr con Blanca como copiloto y con nosotros ocho atrás. Incluso en ese tiempo donde a nadie le pasaba nada, a todos les pareció una locura arriesgar la vida de 8 infantes, pero Blanca tenía un plan perfecto. No tengo idea de cuanto se apostaba. Hubo 5 Jeeps en la largada y más de una tribuna festejando y moviendo plata. Nosotros estábamos contentísimos porque íbamos a ver una carrera de autos de verdad e íbamos a verla desde dentro. Recuerdo perfectamente que uno de los contrincantes nos preguntó si queríamos viajar con él, en vez de con nuestro abuelo. Antes de largar Blanca me dijo 4 palabras esclarecedoras. Cuando la bandera a cuadros se movió los 5 jeeps salieron arando. Para los conocedores del mundo automovilístico una palabra como Boxes es habitual, por eso yo creí que de eso me hablaba Blanca cuando me pidió algo de Boxes con mi hermano. En la curva cerrada donde todos bajaban la velocidad el jeep de Don Perfecto estaba en segundo lugar, allí Blanca boxeó a mi hermano quien cayó en medio de la pista y fue girando hasta una gomas. Cuando la cabeza de mi hermano chocó contra el asfalto se hizo un silencio en la tribuna. Fue un acontecimiento. Los otros jeeps pararon cuando vieron el accidente y todo se desmadró. Yo busqué a mi hermano que era un monstruo de chichones por todos lados. Vinieron conmigo algunos de los conductores de los otros autos. El que iba primero frenó giró en U y vino a ver como estábamos. Recuerdo la voz de la gorda platinada, rogándole a Dios que no cierren el autódromo. Ahí empezó a pasar la cosa más increíble que vi en mi vida. Blanca me pidió que agarrara a mi hermano y lo subiera al jeep, la encaró a la gorda y le pidió la plata para llevar al pibe a la emergencia. No tuvo ni a quien consultarle porque se habían borrado todos los apostadores. Quedó la gorda de la cruz quién aseguró que Dios se iba a encargar de nosotros. Cómo le costaba entregar toda la plata Blanca le sonrió. La sonrisa de mi abuela Blanca engañaba hasta al Diablo. Don Perfecto agarró la plata y salimos a 200 viendo como el complejo de culpa iba llegando al Riachuelo. Cuando llegamos al Ital Park, mi hermano no tenía ningún chichón.

Estuvimos 3 horas y pasamos por todos los juegos, comimos pancho hasta morir. Tomamos gaseosa y nos volvimos con un montón de algodón de azúcar. Fue el domingo más espectacular de mi infancia. Antes de subir por séptima vez a los autitos chocadores mi hermano tenía la tez blanca y el cuerpo perfecto. Bajo la luz de mercurio me llamó la atención algo que rodeaba la cabeza de Blanca, hoy me doy cuenta, eran mariposas y le hablaban.

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