Escritor, cineasta, actor, director, formador

De Mozambique a Banfield

por Sergio Mercurio

por Sergio Mercurio

* Por Juan Fernández

( publicada en http://www.agendaprisma.com/#!entrevista-a-sergio-mercurio/c1e5a)

“Me importaría que me recuerden como una persona normal”. Sergio Mercurio es un chabón. Si, un chabón. Un tipo como cualquier otro pero con un rasgo bien distintivo: Le cambio el día, el año o la vida a miles gracias a un par de títeres de goma espuma y a ese “algo”, tan misterioso y a la vez concreto, que mueve las fibras más profundas de las personas.
Más de 100 mil espectadores lo vieron en escena en distintas partes del mundo. O mejor dicho: Con toda esa gente pudo compartir su arte, único y casi sin precedentes.
Su historia no es más, ni menos, que la de un buscador. De alguien que se mueve todo el tiempo, que va de un lado al otro intentando responderse alguna pregunta y respondiendo otras en el camino.
A los 20 años, después de ser profesor de educación física, se fue a África y vivió tres meses, solo, en Mozambique. En esa búsqueda, se fue con un colchón a cuestas al “microclima” de Merlo. En esa búsqueda, viajó doce años por Latinoamérica y marcó un hito en la historia de los títeres. Probablemente en la historia mundial de la disciplina, aunque quizás él no lo sepa o le importe ya demasiado.
También en ese movimiento constante escribió libros, dirigió películas, conoció al amor de su vida y creó un diario de su ciudad, Banfield, para empezar a generar una identidad propia.
De entrada se dio cuenta de que Bobi, su más entrañable compañero de ruta, abría muchas puertas. Abría las puertas de la infidencia, de la confianza con la gente. Quizás a Bobi le cuentan cosas que a él, como Sergio, nunca le contarían.
Para quien no lo haya visto nunca, Bobi es un títere, un personaje, otro chabón. Un prototipo quizás de un chabón de barrio, de Banfield, que jode con todo el mundo y que busca complicidades todo el tiempo. Un tipo también sensible, buscaroña y, a la vez, cariñoso. Bobi es una de las tantas vidas que creó Sergio en su búsqueda.
No hace falta esperar al futuro para decir que Sergio Mercurio, popularizado como “El titiritero de Banfield”, cambió más de un mundo y se constituyó casi en un mito urbano. En un bicho raro, que es también una fuente de inspiración para muchos que quieran dedicarse al arte o, mas concretamente, dedicarse a lo que les gusta.
Sergio hace arte y hace feliz a la gente. Entonces, ahí, en ese rato, cambia el mundo.

¿Cómo fue tu primer gran viaje, el que hiciste a África?
Con la llegada de la democracia pensaba que se iba a terminar la injusticia social, que antes eran todos contra todos y que entonces no iba a pasar nada más. Entonces empecé a hacer trabajos en las villas, alfabetización, pero con el tiempo me quedé solo haciendo todo eso. Terminé pensando en que el problema era la Argentina, que acá no se podía hacer nada y empecé a evaluar la posibilidad de irme. Íbamos a ir Nicaragua, pero era una moda en esa época y pensaba que iba a pasar lo mismo que acá. Entonces con un amigo, allá por el ´88, dijimos ‘vámonos a África’. Pensábamos que allá íbamos a poder hacer algo, que por ahí nos iban a estar esperando. Mi amigo me dijo, por primera vez en mi vida, la palabra ‘Mozambique’, que era como la Cuba de África, porque había una revolución. Me tuve que emancipar y le pedí prestada la guita a mi viejo. Llegamos allá para participar de la revolución…y fue un fiasco (risas). Éramos dos pendejos y a las 24 horas ya nos estaba cargando todo el país. Pero para mí fue el viaje más importante de mi vida, ese fue EL viaje. Mi amigo se quedó dos semanas y se fue. Pero yo me divertí mucho, me di cuenta de lo idiota que era y me reí mucho. Me quede sólo allá por tres meses. Laburé de profesor de gimnasia por unos días porque no me podía quedar a dormir en la casa de los profesores, porque eran todos blancos de ojos celestes, ni en la escuela, porque eran todos negros. Alucinante, ¿no?, discriminado por marrón, es buenísimo. En África también aprendí a hacer fotografía y descubrí la verdad sobre las grandes organizaciones internacionales, lo patético que son esas personas. Pero siempre quise volver. Cuando me hice titiritero lo que más quería era ir a hacer funciones a Mozambique. Allá me creció el mundo, porque cuando estás en el fondo del pozo y mirás para arriba, ves a todos. África me cambió.

Y ese fue el trampolín para Latinoamérica…
Si, de hecho yo hice el otro viaje porque fui a África. Porque me cansé de que me pregunten cómo era Latinoamérica y no saber qué responder. Los africanos sabían más que yo, que ni sabía dónde estaban los países. Ellos tienen una frase que siempre repiten: ‘África es África’. Y eso me quedó. Cuando me subí al avión para volver, entendí lo que decían y pensé: ‘África es África’.

Siempre fue una gran inquietud tuya el poder explicar de dónde venías…
Lo primero que te preguntás es qué venís a hace al mundo. Decir que uno viene de un lugar aparece como para calmarte un poco, pero cuando estás solo, en culturas que no respetan tus costumbres o tus parámetros, vas a buscar cosas más concretas que por ahí te ayudan un poquito. No sabía qué había venido a hacer, pero sabía que había nacido en Banfield. Eso me calmo. Ahora, lo menos que podía hacer era saber cómo era Banfield. Una cosa muy importante que me pasó con esto del origen fue que pensé: ‘Yo estoy en África y nunca junté a mis dos abuelos’. Nunca les había dicho de ir a almorzar los tres solos. Eso es algo que me intranquilizaba. Lo que yo entendí era que debía reunir a mis dos abuelos y yo sentarme con ellos. Lo hice y creo que fue uno de los momentos más importantes de mi vida. Fue como un encuentro existencial. Me pasó que me fui y me vi a mí mismo, ahí, con mis dos abuelos, y me dije: ‘Esto tenía que pasar, para esto sí había que vivir, para lo otro no sé, pero para esto sí’. Hoy sigo pensando que por haber hecho una cosa así vale la pena haber vivido.

¿En qué momento aparecen los títeres?
Aparecen sin querer, porque un amigo, también profesor de educación física, vino un día y me contó que existían unos títeres que se hacían de goma espuma, que se cortaba la goma espuma y que se hacían…’está bien’, le decía yo, porque siempre venía con algo distinto y bueno, nosotros probábamos. A los dos nos gustaba la educación física y siempre andábamos con la idea de ir al interior y crear una comunidad que trabajé con el juego, con la recreación. Mi abuelo, el de la Bóveda de Perón, me decía siempre: ‘Merlo es un microclima’. Yo no tenía de qué significaba eso, pero me quedó grabado (risas). Entonces en una reunión, tiré la idea de ir a Merlo, que “era un microclima”. Nadie me preguntó nada sobre qué quería decir eso, y decidimos irnos a Merlo. Éramos como cincuenta que nos íbamos en bicicleta, pero cuando llegó el día de irnos terminamos siendo dos. Mi amigo y yo. Él me dijo que llevemos un colchón para que las bicicletas no se rayen; yo pensé que era una re buena idea, ¡Imaginate lo que era llevar un colchón en bicicleta!, una de las pelotudeces más grande que hice en mi vida. En un momento nos tomamos un tren que nos llevó hasta Villa Mercedes, en San Luis. El tipo del tren nos dijo que nosotros llevemos el colchón, que él tenía algo para que no se rayen las bicicletas. Entonces empezamos a cortar el colchón para no tirarlo todo entero. Y en un pedazo empecé a taller con una tijera…y ahí nació Bobi. Cuando volví de Merlo, me puse a construir y, como era profesor en una escuela, cuando llovía lo llevaba a Bobi y hablaba con los chicos. También había empezado a reunirme con mis amigos y llevaba a Bobi. Me llamaba la atención que mis propios amigos le contaban cosas a Bobi que a mi jamás me había contado. Ahí me di cuenta de que había algo raro. Me llamaba la atención lo que pasaba con los adultos. Así hasta que salí de viaje y después todo eso se comprobó.

¿Cómo es el proceso de los personajes en general?
Yo tengo una idea, en base a eso construyo la cara, la hago actuar…y en un momento el títere me mira y me dice: ‘No me rompás más las pelotas, yo no hago esto’. Entonces me doy cuenta de que no da, de que va por otro lado. Tengo una idea que me lleva a hacer algo. La pregunta sería, ¿No será así con el resto de las cosas que hacemos en nuestra vida? Tenemos la idea de que vamos a ir a conseguir algo, pero el solo hecho de ir, nos hace modificar las cosas. El deseo es lo que te pone en movimiento, y cuando te ponés en movimiento es eso lo que te dicta hacia dónde ir. Con los títeres es así. Yo estoy lleno de ideas que van a durar el momento que tarde en ponerme a hacerlas. Muchas veces no encontrás qué es lo que buscás, yo tengo muchos muñecos que están a mitad de camino. Hay una cosa de brujería, que creo que le pasa a muchos artistas. En un momento hacés una conexión, yo creo en eso. Pero no siempre la hacés. Lo que sucedió con Bobi es que me conecté esa vez. Por eso quizás queda grabado en la memoria de mucha gente.

Llama la atención la vida propia que tienen tus títeres, sobre todo Bobi…
Bobi es otra persona, no es mi álter ego. Es un personaje que tiene una coherencia, por lo que vos te podés imaginar qué es lo que piensa. Uno se puede imaginar qué es lo que haría en determinadas circunstancias. Yo no pienso en eso, porque hace tanto tiempo que trabajo con él que lo que pasa es que lo agarro y él hace lo que quiere. Existe una energía que es él. Yo colaboro para que esa energía esté.

¿La improvisación con Bobi existió desde un principio?
Si, porque nunca sabía de lo que iba a hablar. En realidad, no es que lo utilice concientemente como un recurso. Yo me fui de viaje a América Latina para conocer a la gente, para entender lo que le pasaba. Entonces yo no podía tener un discurso, yo lo que quería era hablar.

¿Recordás cuál fue tu primera función?
Hay muchas primeras funciones, pero la primera presentación oficial fue cuando pasé el sombrero, Esa considero que fue. Fue en la Plaza de los Inmigrantes en Jujuy. Hice eso y dije: ‘Quiero hacer esto durante toda mi vida, sí esto pasa una vez más, vale la pena hacerlo toda la vida’. De hecho, no me aguanté. Terminó esa función y me fui a la peatonal a hacer la segunda. Y la segunda volvió a ser así, y me di cuenta de que eso era lo mío. Ese día fue fundacional con los títeres. Yo pensaba en lo bueno que era que eso pasaba en la calle, con gente que ni conocía.
Tengo más historias de las dos primeras funciones que de las mil que hice después. Esas secuencias las tengo bien guardadas. Son experiencias fuertísimas. Es loco, porque uno se da cuenta de que se puede influenciar mucho a las personas teniendo una actitud expectante también. A veces me preguntan cuál fue mi maestro, y yo no me acuerdo cuál fue. Pero de lo que me acuerdo es de un ciruja que me miraba en una función y me daba miedo. Era flaco, ojos vidriosos, barba, no hacía un gesto. Te chupaba con la mirada, te daba miedo. Cuando terminó la funcionar se me acercó, me apretó la mano y me dijo: ‘Yo cirujié toda mi vida y no llegué a ningún lado, pero vos vas a llegar’. Me dijo eso y se fue. Eso me pasó a los dos días que inicié el viaje. Después de ver lo que pasó durante doce años, te das cuenta de que el tipo ese sabía más que todos, tenía una experiencia de vida que le permitía ver cosas que por ahí otros no veían.

¿Por qué no llegaste a Estados Unidos en tu viaje por América?
A los dos años de empezar el viaje ni se me cruzaba ir para allá, no tenía nada que ver. Lo que yo quería era contestar la pregunta de África sobre qué es America latina. No me interesaba nada de Estados Unidos, por eso llegué a Méjico y se acabó. De hecho, pensaba que solamente iba a ir a Europa cuando terminara el viaje a Méjico. No me interesaba que me invitasen de América por haber ido a Europa, sino al revés. Siempre que fui a Europa fui en otras condiciones, el trato es más comercial, por más que descubrí que hay muy buena gente, que acá inclusive serían mis amigos.

¿Cómo percibís la reacción del público en los distintos países a los que vas?
Siempre es distinto. Cambia en el mismo lugar inclusive. Cambio yo, cambia la gente. Hay algunas constantes que existen. Por ejemplo, la gente que vive al nivel del mar reacciona de una manera distinta a la gente que vive en la altura. El andino te mira y por ahí no se muere de risa, es más reservado, pero no se lo olvida nunca más en la vida. Ahora, vas al Caribe y se ríen toda la noche, pero al otro día ni se acuerdan de quién sos. Hay idiosincrasias y en función de eso la gente reacciona de cierta manera.

¿En cuánto influyó tu abuelo en tu obra?
Influyó directa e indirectamente. Cada vez que agarro mis diarios de viaje me doy cuenta de que siempre mantuve una línea lógica, y eso me llama la atención porque sí me preguntás qué voy a hacer hoy, yo te digo que no lo sé. Entonces miró a mi pasado y no lo puedo creer. Yo aprendí a tocar la guitarra y la primera canción que hice se la dediqué a mi abuelo. Me daba cuenta de que estaba presente todo el tiempo. Me pasaron cosas con mi abuelo que rayan lo alucinante. En el 2001 estaba en Venezuela y mi viejo me dijo que mi primo había encontrado una carta que me había escrito mi abuelo. Me la mandó. Una carta con ocho años de demora. Mi abuelo había fallecido ni bien arranque el viaje. Yo leí la carta y no lo pude creer, porque me hablaba de lo que me estaba pasando ahí. Estaba pasando por un momento muy especial, leí la carta y me puse a llorar. ‘Tu abuelo muerto te mando una carta para que vos te pongas bien y confíes en vos’, me dijo mi amigo que me hospedaba en Venezuela. Mi abuelo siempre fue eso. Fue un vínculo muy fuerte. El viejo Mercurio era increíble.

Después de todo lo que hiciste, ¿Hay algo que te quede pendiente?

Ser abuelo, que ya no depende de mí. Desde lo artístico no. Sé que voy a tener ideas y que las voy a hacer, pero esas son circunstancias. Si una obra nueva me sale mal, no pasa nada, hice tres bien.

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